miércoles, 12 de septiembre de 2007

2

Al mismo tiempo oigo tu cuerpo encogiéndose y extendiéndose bajo tu ropa

tan suave y tierno.

Y pienso en meterme dentro. Apretarme dentro.

Lascivia melancólica causada por la noche, el silencio y el viento húmedo.

Por tu cuerpo también, claro, que no deja de frotarse bajo la ropa

con su otro frío diferente al mío

que es como el de un pollo al horno.


Las campanas del monasterio de San Miguel suenan como cascabeles entre los muros de la antigua muralla entre los que nos escondemos. Entre los que sujeto tu cara con las

dos manos para verla de cerca, en silencio, ahora que es de noche y puedo notar tu tintineo de pétalos bajo los párpados.

Percibo el estado de excitación suprema de la mañana posterior a conocerte como un diminuto campo eléctrico en la superficie de mis labios.

Tus ojos son más verdes por la noche. Los conocí casi sin luz. Ahora los veo así también. Me fascinaron cuando te conocí y lo siguen haciendo. A veces ni lo pienso. Hubo un tiempo en que hasta me dieron cierto tipo de miedo. No se si ese tiempo pasó ya de largo.

Hay una estatua que tiene una carabela y una pluma en cada mano. Un chiringuito. Una bandera americana pintada en el muro con bombas en vez de estrellas. Arriba, en lo que parece ser el cielo pero bien podría ser el techo de un horno, el interior de una pelota de playa, un bol de cerámica de Talavera; hay también algunas estrellas. No demasiadas. Sólo esa gran Luna que baja la luz que ni siquiera es la suya propia para probar la temperatura del Tajo.

Escribo casi sin luz. Oriento mi cuaderno, lo inclino, hacia la luz anaranjada de una farola. Se empeña en golpearme la mano cada dos por tres, movida también por el viento. Como las ramas de los grandes árboles oscuros de la plaza. Dos cipreses y una palma.

(continúa)

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